Bajo un mismo Sol

Jose Luis Sanchez Segarra/estudiantee la Licenciatura de Economia en la Universidad de Valencia

Bajo un mismo Sol

 

 

¿Quién no echa una mirada al Sol cuando atardece?

¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?

¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?

¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?

 

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.

Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti.

 

John Donne, 1624, fragmento de “Devociones para Ocasiones Emergentes”

 

 

Siempre me he sentido fascinado por esa fuerza misteriosa que mantiene unida a la sociedad. Si cada individuo mirase solo por su propio interés, ¿Sería posible la existencia de la civilización?

 

Frecuentemente damos por hecho aquello que estamos habituados a observar, a menudo no nos preocupamos de cómo funcionan las cosas, siempre y cuando sigan funcionando. Pero lo cierto, es que si cada individuo se comportase permanentemente de un modo egoísta y buscando tan solo su propio interés, el ser humano se diferenciaría muy poco de las bestias.

 

El hombre moderno u homo sapiens , tal cual lo conocemos, surgió hace más de 260.000 años, sin embargo hasta hace apenas 7.000 años el hombre no era más que una sombra de lo que es hoy. Una forma de vida rudimentaria, expuesta a las inclemencias de la naturaleza, el hambre, la enfermedad y las bestias salvajes.

 

La pregunta es, ¿Qué sucedió hace 7.000 años?, ¿Qué cambió para que en tan poco tiempo, apenas 1/37 parte de la existencia del hombre moderno, pudiésemos alcanzar las cotas de desarrollo tecnológico, bienestar e incluso refinamiento actuales?

 

Sencillamente el hombre comenzó a colaborar entre si. Desarrollamos un comportamiento social. Dejamos de preocuparnos de nosotros mismos y de nuestro círculo más cercano para integrarnos en grupos sociales mucho más amplios. Esta unión, derivada de la implantación de la agricultura y del sedentarismo, nos hizo más fuertes. De esa creciente colaboración entre los hombres surgieron las civilizaciones y las naciones.

 

Pero, ¿Por qué deberíamos mostrarnos tan sorprendidos o admirados de la colaboración entre los hombres?, ¿Acaso no hay en la naturaleza infinidad de ejemplos de seres vivos que colaboran entre ellos para beneficio mutuo?

 

Y sin embargo hay una diferencia fundamental entre el hombre y el resto de seres vivos. Cuando una abeja zángano clava su aguijón y muere para proteger a la reina, lo que le ha llevado a cometer tal acción es el instinto, no el libre albedrío. La abeja no es totalmente consciente de lo que está haciendo ni tiene elección. El hombre sí.

 

Entonces, ¿Qué lleva a un hombre inteligente y plenamente consciente de las consecuencias de sus actos a actuar en pro del bien común incluso cuando ello supone un grave perjuicio para él mismo?

 

Sigmund Freud, el célebre padre de la psicología, denominaba a esa parte de la psique que era capaz de contrarrestar el instinto de supervivencia así como otros instintos primarios “Superyó”. El “Superyó” representa los pensamientos morales y éticos recibidos de la cultura. No obstante hay una palabra más intuitiva para explicar el comportamiento de un individuo en beneficio de la comunidad: la generosidad.

 

Cuando el hombre verdaderamente se siente en armonía, en sintonía y en comunión con una idea, persona o colectivo no le importa realizar sacrificios en pos de ellos. Porque, de un modo intuitivo o explícito comprende, que él es también la idea soñada, la persona amada o el país o ciudad en el cual nació.

 

Porque se identifica tanto con su idea, su amada o su patria que la mejor forma de proteger la esencia propia es protegiendo ese algo que le trasciende a él mismo como persona física y le empuja a tomar una decisión contraria a sus propios intereses.

 

Desde que en el 1760 a .C. se redactase la más antigua de las leyes conocidas, el Código de Hammurabi, la instauración de leyes que regulasen el comportamiento de los individuos ha sido una constante a lo largo de la historia. Ha habido leyes justas e injustas, pero de un modo u otro, la mayoría de las leyes han intentado institucionalizar ese sentimiento de generosidad hacia el prójimo.

 

Y sin embargo, temo que ese sentimiento original de generosidad hacia los demás sea consumido.

 

Temo que los valores que han hecho grandes las distintas civilizaciones humanas sean eclipsados por un fenómeno de globalización mal entendido, en el que alcanzar la gloria personal a cualquier precio y el relativismo moral jueguen un papel demasiado importante.

 

Es necesario luchar contra la involución del siglo XXI, hay que comprender que, tal como decía John Donne, ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

 

Debemos comprender que hay ideas, personas y colectivos que bien merecen nuestra comprensión y nuestro sacrificio. Debemos ser capaces de dejar a un lado nuestros sentimientos egoístas y ver a nuestros semejantes, así como al conjunto de la naturaleza, como un todo del cual formamos parte, un todo por el que vale la pena luchar.

 

 

José Luís Sánchez Segarra, estudiante de la Licenciatura de Economía en la Universidad de Valencia a 26 de junio de 2010